Existe un club milenario llamado "Estado del bienestar". A ese club no estamos invitados, y se expulsa a cualquiera que quiera entrar. Pero existe otro club. No tiene nombre. Aunque si hubiera que llamarla de alguna forma, sería "aquellos que creen formar parte del Estado del bienestar", la también conocida como "clase media". Desde hace unos años, parecía que los ciudadanos del primer mundo estábamos invitados a entrar en ese distinguido club, hasta el punto de que el que no estuviera dentro se convertía en un inadaptado. Un miserable.
Tengo 24 años. Para muchos, esto supone un problema. Muchos me señalarán con el dedo y dirán: "Ahí va. Otro de esos vagos alcohólicos que no hace nada con su vida, ni sabe lo que es el verdadero esfuerzo y ganarse el pan". Lo cierto es que he sido educado desde dentro de ese segundo club, el de las personas de segunda clase (de las que nadie habló cuando se hundió el Titanic). Y el club me enseñó que debía estudiar, ir a la universidad y conseguir un trabajo de provecho. Según las directrices del club, mi vida se completa casándome, comprándome una casa y un coche y perpetuándo esta especie de segunda con un par de vástagos. Es lo correcto. David el Gnomo nos inculcó estos valores. Al igual que las princesas Disney, Carl Winslow, la familia Seabert y la Tribu de los Brady. Hasta el jodido Vegeta, príncipe de los Guerreros del Espacio y heredero del Universo, dejó a un lado una vida de libertad y anarquía absolutas para casarse con Bulma y montarse un negocio en la Tierra. Yo no sabría hacer otra cosa. Es lo correcto. Todos están para cuidarte y tener una vida digna. El Estado vela por tu bienestar, y numerosas empresas están deseando contrarte por el potencial que has desarrollado en tu cerebro tras tus años de universidad. Es un mundo que funciona. Incluso si te sobra moral, anímate a ayudar a los más desfavorecidos, que no han tenido la suerte de nacer en los países del club.
Sin embargo, me gustaría que David el Gnomo me hubiera hablado de la corrupción en todos los niveles de la sociedad. Me habría gustado que D'Artacan nos contara que cogió una espada y se unió a los mosqueperros porque no encontraba trabajo. Que Pablo Mármol se contenta con vivir con un puñado de euros, mientras el incompetente de su amigo Pedro gana más pasta y tiene una cueva más grande. O, por ejemplo, que Willy Fog y Gilito McPato se hicieron ricos a costa de estafas y de explotación de sus trabajadores.
Quizás si me hubieran contado todo esto en mi infancia, y no esa patraña barata del estado del bienestar en el que con esfuerzo consigues lo que quieras, no me habría llevado tal patada en la boca años después. Fuera de la mentira, ahora que sé que mi generación tampoco está invitada al club de la mentira, a los de los segundones. Ni para los de antes fue fácil mantenerse a su familia, su casa y su coche, ni nosotros disfrutaremos de esa vida, la vida normal y correcta que nos han alentado a soñar. Quien crea lo contrario, o se engaña a sí mismo, o vive al amparo de los miembros del club. Lo que nos deja en otro lugar fuera del club, el lugar de los miserables. ¿Jóvenes inadaptados? ¿Criminales en potencia? ¿Drogadictos apáticos? No me refiero a eso, si bien, es la otra cara de la moneda de criar a unos niños por encima de las posibilidades que el mundo está dispuesto a darles. Pero yo hablo de los otros. Los que creíamos que con un empujón, nos encontraríamos defecando en los váteres del club privado, chupándo de la teta inagotable de unos pocos poderosos que llevan el cotarro. Sin más preocupaciones que las que nos introduzcan vía rectal a través de un periódico deportivo. Y por mucho que nos indigne que nos hayan arrebatado nuestros sueños, aún tenemos mucho que aprender...
¿Y por qué? Sencillamente porque la realidad de este país llamado España es distinta a las demás. Aquí no se enmascara tan minuciosamente la realidad. Aquí se deja entrever, porque ver trapos sucios es deporte nacional. Y la especie que ha parido esta nación, habla, chismorrea, se queja en círculos de amigos. Pero no hace nada. No hizo, ni hará nada. ¿Qué tenemos que aprender? Tenemos que aprender a entender. Entender por qué ante el futuro negro de miseria que avanza inexorablemente, la gente mira hacia otro lado. Entender por qué ante una convocatoria de manifestación en protesta de la manzana podrida que es nuestra sociedad, muchos ven mucho más atractiva la idea de irse a festejar el día de San Isidro. Entender por qué los músicos independientes hablan de amores perdidos, de fiestas y de conceptos ininteligibles en sus letras, en vez de escribir sobre la peste que nos rodea. Entender por qué el que trabaja se contenta con dos años de un contrato precario y de forma inconsciente se funde su sueldo en viajes por Europa, festivales de música y una lista incontables de fines de semana con resaca. No estamos invitados al club y nos da igual, creemos que todo se arreglará. Que vendrá un nuevo gobierno que nos salvará, que una empresa nos llamará a casa para darnos un trabajo, y si no, papá y mamá se encargarán de ello...
Me gustaría entender por qué nunca tuvimos conciencia social, ni somos capaces de tenerla. Me gustaría entender por qué somos una nación de cobardes traicioneros que huyen de todo y de todos. Me gustaría entender por qué me miran por encima del hombro aquellos que tienen diez años más que yo, y me dan consejos banales sobre lo que debería haber hecho o debería de hacer, cuando ninguno de ellos tiene 24 años en 2011.
A veces, incluso, me gustaría poder actuar como el prototipo de persona nacida en 1986. Sentirme completo con la limosna de mis padres, y las noches hebrias de fiesta, y no pensar en el futuro.
Pero no. Hace años que me negué a ser una carga, aunque no puedo evitar serlo. No salgo de fiesta, porque no tengo nada que festejar (ni de qué huir). Y no puedo parar de pensar en el futuro, porque me tiran con fuerza de la espalda cada vez que intento dar un paso.
No soy feliz.
No formo parte del club.
Tengo 24 años,
y soy un miserable.
1 comentario:
Ya somos dos miserables y espero que nos juntemos muchos más
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